Tomados de la mano, Vladimir y Lilí entraron al lujoso restaurante donde ya tenían una mesa reservada. El gerente les dio la bienvenida y los llevó a su lugar. Agobiados por la calurosa atmósfera del exterior, los dos agradecieron las ventajas de contar con aire acondicionado.
Tan pronto el mesero tomó la orden y se retiró hacia la entrada de la cocina, se vieron un segundo y sus bocas no vacilaron en darse un beso encendido, cargado de una pasión desbordante. Un par de oficinistas voltearon a mirarlos con desdén, mientras murmuraban algo. Y es que la química que se irradiaba entre ellos era imposible de disimular.
–Vamos mujer, no veo la hora de tenerte para mí, sin ninguna clase de interrupciones y sin mirones –le dijo Vladimir, refiriéndose a los tipos que no les quitaban los ojos de encima cada vez que se mostraban cariñosos.
–Está bien, si te atreves, ve a los sanitarios en tres minutos, –le dijo al oído.
Tras el tiempo pactado, se levantó de su asiento y caminó hasta el pasillo que daba a las escaleras. Subió tratando de no llamar la atención de nadie, deslizando pausadamente sus dedos por el barandal. Al verla allí detenida, con los brazos cruzados pero sin mostrarse enojada, sino en una pose tremendamente seductora, supo que era el instante preciso.
Sin hacer mayores aspavientos, entraron juntos y cerraron la puerta con llave. –Házme el amor, –exclamó ella, poniéndose de espaldas. Vladimir la desvistió y la tomó de las caderas, haciéndola suya. Obligados a no hacer ruido, apresuraron su clímax por el temor a ser descubiertos, mientras Vladimir iba acelerando las embestidas y Lilí se sujetaba con fuerza del lavabo.
Fueron segundos gozosos en los que se amaron intempestivamente. Luego, volvieron a la planta baja para comer lo que habían solicitado y cuando les entregaron la cuenta, sellaron con una amplia sonrisa esa complicidad suya que aún no conocía límites; la misma que les había hecho sentir tanta adrenalina en la sangre.